jueves, 14 de diciembre de 2017

Coco


Con su última película, Coco, la gente de Pixar lo ha vuelto a hacer. Ingeniosa, mágica entretenida, hermosa. Aunque he de confesar que tras disfrutar de la extraordinaria Inside Out me acerqué a la sala de cine con ciertas reservas. Pensaba que luego de este largometraje pasaría muchísimo tiempo sin ver algo que al menos se le acercara, que se le equiparara, algo al menos similar cocinado en estos estudios cuyas producciones suelo seguir desde que en 1995 debutaron con Toy Story. Pero sucede que apenas dos años después de Inside Out vienen y estrenan Coco y yo he alucinado en colores.

De veras. Me han dejado sin aliento.

Antes de continuar debo hacer otra confesión: soy un gran admirador y enamorado de la cultura mexicana; crecí viendo las películas de la época de oro de su cine, en la que estrellas como Pedro Infante, Jorge Negrete, María Félix, Tin Tan y Cantinflas brillaban con una luz cegadora; las rancheras y el bolero mexicano forman parte de la banda sonora de mi vida y el gusto por cantantes como Pedro Infante y Javier Solís lo heredé de mis padres. En cuanto a mi amor por la literatura mexicana, ya he hablado de ello en otras ocasiones.

Incluso, para mí, lo más interesante en la carrera cinematográfica de Luis Buñuel lo encuentro justamente en su etapa mexicana.

Y no solo digo esto para que se entienda mi entusiasmo por Coco, sino para que también se entienda el riesgo que corrió Pixar desde el inicio al abordar el proyecto de esta película. Al tratarse de una historia profundamente mexicana, que bebe de su folklor y de sus tradiciones más arraigadas, parte del equipo que trabajó en Coco, según he leído, se gastó más de seis años investigando, indagando en las costumbres de este país con el fin de intentar ser lo más fiel posible al relato de Miguel Rivera y de su numerosa familia que abarca cinco generaciones.

A través de dos vertientes que en principio lucen contrapuestas —la familia y la fascinación de un niño por la música—, Lee Unkrich (director) y Adrián Molina (codirector y guionista) nos invitan a deslizarnos por un relato que exuda pasado, colorido, emoción y encanto. ¿Y qué otra ambientación habrían podido haber elegido Unkrich y Molina para relatar la historia de Miguel y de su familia sino la de las fiestas más populares y conocidas a escala mundial del país latinoamericano: el Día de los Muertos? Y es que para los mexicanos la muerte no suele tener el mismo significado que tiene para el resto de mortales del planeta. Cómo si no se explica que tengan una fiesta en la que a los muertos se les recuerda y honra de una manera alegre y llena de colorido y que encima se extienda a lo largo de tres días. Durante esta festividad la gente se lanza a las calles que se llenan de luces, música y algarabía, de preciosos altares adornados con flores especiales de Cempasúchil y es normal comer calaveras de dulce y el famoso “pan de muerto”, un delicioso pan elaborado con anís y naranja.

Gran parte de este espíritu alegre y festivo puede apreciarse en la película, pero el espectador también se topará con esa clase de momentos conmovedores a los que las producciones de Pixar nos tienen acostumbrados.

La música, los colores y las luces no siempre están reñidos con aquellos sentimientos más cercanos a la aflicción y la pesadumbre. La vida la componen tanto alegrías como tristezas. Y de ambas cosas saben mucho los mexicanos.

jueves, 7 de diciembre de 2017

La casa de al lado


Living is easy with eyes closed
J. Lennon

La casa en la que crecí fue construyéndose como la mayoría de casas de la calle del barrio: poco a poco y a medida que la familia iba haciéndose más grande.

A principio de los setenta, por ejemplo, mi hermana y yo compartíamos habitación. Por entonces nuestra casa apenas contaba con cinco estancias: dos dormitorios, una sala-recibidor minúscula, una cocina en la que había una mesa en la que nos sentábamos a comer y desde luego un baño que compartíamos los cuatro: mis padres, mi hermana y yo.

Recuerdo que la única ventana de nuestro cuarto daba al patio trasero de la casa vecina. Era un patio muy pequeño porque la casa de nuestros vecinos era aún más pequeña que la nuestra. Digo “la casa de nuestros vecinos” por llamarla de algún modo, puesto que no recuerdo que allí viviera nadie. Tampoco había allí nada especial, pero igual a mi hermana y a mí nos encantaba asomarnos por la ventana y, como era bastante angosta y no cabíamos los dos al mismo tiempo, solíamos acabar peleándonos por el privilegio de echarle un vistazo al patio vacío de la casa de al lado.

Ya saben cómo son los niños de entre cinco y seis años.

Sin embargo, un buen día de inicios de los setenta se mudó a la casa vecina un grupo de jóvenes. No se trababa de jóvenes cualesquiera. Eran de esos que los adultos llamaban hippies, con largas cabelleras, descuidadas barbas, llamativa vestimenta, de suaves y acompasados andares y una sonrisa perenne en los labios. A partir de entonces asomarnos por la ventana de nuestra habitación cobró nuevo atractivo para mi hermana y para mí.

Por sus hábitos y comportamiento, al parecer nuestros nuevos vecinos se ganaban la vida fabricando y vendiendo artesanía de cuero: carteras, sandalias, billeteras, anillos, pulseras, collares y demás complementos de vestir. Por lo general trabajaban al aire libre, a veces en aquel patio trasero, mientras escuchaban música en un diminuto tocadiscos y fumaban un cigarrillo tras otro.

Creo que fue gracias a ellos que escuché los primeros temas de rock en mi vida o así me gusta recordarlo: Crosby, Still & Nash, The Hollies, Janis Joplin, John Lennon, Led Zeppelin y desde luego The Beatles. Uno de aquellos jóvenes solía alternar un par de camisetas con caras de hombres muy disímiles entre sí en su parte delantera: uno llevaba una boina con una estrella y el otro, más jovial, lucía unas pequeñas gafas redondas.

Con el paso de los días, la casa de al lado no tardaría en convertirse en el principal foco de perturbación de nuestra calle, porque gente entraba y salía a cualquier hora del día y era difícil saber quiénes vivían allí de manera permanente o quiénes solo se hallaban de paso, de visita. Además, de tanto en tanto a los vecinos se les elevaban las revoluciones y se ponían como motos: música a todo volumen, gritos, discusiones, peleas. Incluso mamá se quejaba “del olor a yerba que se cuela y esparce por toda la casa, y por más que sea uno tiene niños pequeños”. Pronto los mayores empezaron a plantearse entre sí que algo tendrían que hacer. La ley entró por casa y mamá nos prohibió a mi hermana y a mí asomarnos por la ventana. También vigilaba que durante el día permaneciéramos el menor tiempo posible en nuestra habitación. Pero al menos yo, cuando mamá no estaba cerca, me colaba furtivamente a nuestro cuarto y me asomaba por la ventana cada vez que se me presentaba la oportunidad.

Y es que me gustaba mirar a aquellos jóvenes trabajar y escuchar la música que escuchaban. Creo que ellos también disfrutaban de mi compañía viéndome observarlos desde el otro lado de la ventana. En cierta ocasión una chica se acercó hasta la ventana y sin decir palabra o tal vez las dijo y no lo recuerdo me obsequió una microscópica cartera de cuero en la que no obstante se cuidaba cada detalle de su elaboración.

Un buen día, así como habían llegado, se marcharon. No se despidieron de nadie y el patio de la casa vecina volvió a ser un lugar vacío y desolado. Inclusive mucho más que antes.

Cada año por estas fechas puntual como el estallido de los colores del otoño el recuerdo de aquellos jóvenes regresa a mi memoria. Es imposible separarlo de la voz, susurros, gritos, gemidos y ese aire de utopía e irreverencia con los que Lennon impregnó sus canciones. Después de casi medio siglo esas mismas canciones continúan emocionándome como lo hicieron en un principio, como cuando era niño y luego adolescente.

Hay cosas que no cambian pese a que todo haya cambiado a nuestro alrededor.

jueves, 23 de noviembre de 2017

Uniformados


Comencé a ejercer mi profesión de ingeniero en informática en mayo de 1992, poco antes de que se celebrara el acto oficial de graduación de la institución en la que había cursado estudios, la Universidad Centroccidental Lisandro Alvarado (UCLA) de Barquisimeto.

Sin embargo, debo aclarar que había transcurrido ya casi seis meses desde el fin del semestre y de la entrega de notas y certificaciones que nos acreditaban como flamantes ingenieros de la República de Venezuela. Con aquella documentación en mano, un nutrido grupo de graduandos de la XV promoción de Ingenieros en Informática de la UCLA enseguida empezamos a buscar trabajo. En un principio, entusiastas, ávidos y deseosos de ser fichados por una gran empresa, no pocos nos dejamos seducir por los cantos de sirena de ciertos headhunter.

¡Cuánta ingenuidad había detrás de aquellas posturas de seguridad y de orgullo mal medido que muchos transmitíamos por entonces!

Tras diversos intentos fallidos, incluido un viaje a Puerto Ordaz donde me entrevistaron en una de las empresas del aluminio, por cierto, de las más apetecidas por los recién egresados —me gustaría dejar dos cosas claras respecto a este viaje: que el headhunter cubrió todos los gastos de traslado y que era la primera vez que subía a un avión—, por fin recalé en una compañía de la región: un fabricante y distribuidor de bebidas alcohólicas. Allí, durante los siguientes diez años, haría carrera. Pero pudo no haber sido así.

Intentaré explicarlo a continuación de la mejor manera posible.

Un año después de mi ingreso, aproximadamente, al departamento de recursos humanos se le ocurrió uniformar a todos los empleados. Bueno, a los empleados “rasos”, quise decir, puesto que los niveles medios y altos (jefes de unidad, gerentes y directores) estaban exentos de cumplir con aquella nueva normativa. En cambio para el resto de los mortales era obligatorio llevar el uniforme. Por supuesto las reacciones no se hicieron esperar y fueron variadas y contradictorias. Desde los que estaban encantados con la iniciativa (la mayoría), los que les daba igual (un porcentaje nada despreciable) y los indignados (la minoría) entre los que naturalmente me encontraba yo. ¿Que a qué se debía mi indignación? Pues al sencillo hecho que nunca he sido partidario de abrazar símbolos gregarios: siempre que puedo evito vestirme con colores, banderas o estandartes que se asocien o identifiquen con determinado grupo humano. Sea cuál sea. Quizá la excepción la represente las camisetas alusivas a bandas de rock, y la verdad es que tampoco, ahora que lo pienso, es que las haya usado muy a menudo a lo largo de mi vida. Aunque me encantaba lo que estaba haciendo, el ambiente que se respiraba en la planta y sobre todo la relación de camaradería con mis compañeros de trabajo, era tanta mi indignación que decidí hablar con mi supervisor directo y presentarle mi dimisión. Ya lo sé. Visto así, a la distancia, pareciera una pataleta de niño malcriado. Supongo que de esta manera lo vieron en aquel entonces muchos de los involucrados. En mi descarga diré que en aquellos tiempos contaba con veinte y pocos años y solía tomarme ciertas cosas muy a pecho.

El asunto escaló niveles como la espuma y el mismo día en que hablé con mi superior inmediato, el gerente de sistemas me telefoneó desde Caracas —donde lo habían puesto al frente del proyecto de implementación del nuevo software de distribución y logística que daría soporte a todas las filiales de la compañía a escala nacional— y tuvimos una larguísima conversación. Al día siguiente fue el director general de la planta que me pidió que me acercara hasta su despacho. Todos me hablaron más o menos sobre lo mismo: de mi potencial, del futuro, de mi oportunidad de hacer carrera en la empresa... Sin quererlo, armé un lío que acabó desbordándome y ante el cual al final tuve que doblar las rodillas y transigir. Con el paso de los días Recursos Humanos pareció también ceder un poco en su férrea postura —quien no llevara uniforme no se le permitía el acceso a la planta y desde luego se le descontaba el día de paga— y permitió que al menos los viernes los empleados fueran vestidos como quisieran.

Los viernes. Los sagrados viernes.

Con el paso del tiempo me fui a Caracas a trabajar bajo las órdenes de nuestro gerente de sistema en la implementación del nuevo software de distribución y logística y ya no volví a la planta más que de visita o a realizar algún que otro trabajo puntual.

En fin, que luego de aquel jaleo acabé usando el uniforme solo unos meses y en cambio hice carrera en la empresa durante más de diez años.

No obstante, nada de esto ha menguado mi reticencia a llevar uniforme. Cualquier uniforme. Al día de hoy lo pienso y todavía me sigue produciendo la misma indignación.

jueves, 12 de octubre de 2017

Esto va sobre víctimas y victimarios


A lo largo de la historia, cuando las víctimas ha alcanzado por fin el poder, en no pocas ocasiones —y en un lapso por lo general bastante corto—, han acabado convirtiéndose en verdugos y cometiendo a menudo atrocidades incluso peores a las que vivieron confundiendo de este modo venganza con justicia. Pareciera que, además de cegarlas, el resentimiento las moviliza, las guía y justifica y entonces ya nada puede detenerlas y mucho menos satisfacerlas en la búsqueda de la tan anhelada compensación, en la búsqueda de esa indemnización de la dignidad herida que creen merecerse. A veces nada nos complace más que ver de rodillas a aquellos que nos han infligido alguna afrenta. ¿Y quién se detiene a pensar que se comporta como un villano cuando en realidad lo que se está buscando es justicia?

 “Oleanna”, de David Mamet, nos habla de este asunto tan complejo como antiguo. También aborda la problemática de quienes ambicionan, desean y luchan por el ascenso social en una sociedad que se los niega. Y para tratar estos asuntos tan peliagudos, tan enmarañados, se vale de una sencilla premisa: una estudiante universitaria que va al despacho de su profesor para reclamar la nota de un trabajo académico. A partir de esta simple anécdota, Mamet construye una metáfora en la que cabe una buena parte de la historia de la humanidad.

Quienes seguimos a Mamet sabemos que en sus piezas no suele plasmar un mundo en blanco y negro, sino que en ellas el autor intenta representar, en la medida de lo posible, el gran espectro de matices, de grises, que pueden llevar de un color al otro. Quizá por este motivo, con frecuencia muchos espectadores se sienten incómodos viendo uno de los montajes de sus obras porque de pronto se descubren desubicados al tratar de elegir (o eligiendo) un bando. “Oleanna provoca desasosiego e incertidumbre en este mundo donde necesitamos identificar claramente quién es el malo y quién es el bueno y si no llegamos a descubrirlo realmente es porque todos somos esa estudiante y todos somos ese profesor. Todos hemos luchado alguna vez para que nuestra razón impere sobre la razón del otro, ya que no queremos asumir que lo que no se entiende nos asusta”, ha dicho Luis Luque, director del montaje.

Para el espectáculo, Luque ha optado por un escenario limpio, de elementos limitados, apenas un par de sillas y un escritorio, pero montados sobre un artilugio que, a medida que avanza la trama, permite al público constatar el cambio de roles que se produce en la pieza.

Las interpretaciones de Fernando Guillén Cuervo y Natalia Sánchez son sencillamente magistrales, marcando con precisión el ritmo de la trama, yendo de la contención a lo explosivo en determinados momentos, respetando así el delicado mecanismo de relojería que Mamet ha imbricado en su obra.

Tras la función de “Oleanna” me he puesto a reflexionar sobre el victimismo, que es como una especie de monstruo de mil cabezas, por lo general insaciable, que apenas encuentra un resquicio adopta la actitud de creerse con derecho a todo.

miércoles, 30 de agosto de 2017

El genio y su locura


Dicen que la locura y la genialidad están emparentadas. Que es difícil imaginarse una sin la otra. O más bien que la genialidad, en la mayoría de sus manifestaciones, se halla revestida de cierto toque de locura.

Después de leer “Trastorno”, de Thomas Bernhard, se me ocurre que puede que esta popular sentencia del imaginario colectivo cobre más fuerza que nunca en la mente de los lectores que se acerquen a la novela del austriaco.

Y es que “Trastorno” pareciera haber sido escrita como si se tratara de un compendio cuyo propósito principal era mostrarnos el camino más corto entre locura y genialidad.

Bernhard estructura su novela en dos partes. En la primera, un narrador del que sabemos apenas lo necesario, nos relata el viaje que en compañía de su padre —un médico rural— hace a lo largo y ancho de una comarca con el fin de visitar a los pacientes de este último. A medida que avanzamos en dicho viaje, y conocemos más sobre la región y sus habitantes, poco a poco nos percatamos de que no se trata tan solo de un viaje físico, sino que viajamos en realidad hacia el centro de la enfermedad que es seña de identidad de esta comarca: el trastorno. Cada parada del médico y su hijo para atender a uno de sus pacientes implica también descender (¿o subir?) un peldaño más hacia la locura… En este tramo de la historia, el autor describe secuencias profundamente inquietantes y sobrecogedoras, como la de los tres chicos que descabezan aves que van atrapando de una gigantesca jaula en la que a su vez aguardan otros “pájaros exóticos hermosísimos”.

Pero es en la segunda parte de “Trastorno” cuando la novela de Bernhard consigue alcanzar sus cotas más elevadas. La entrada en escena del Príncipe Saurau, epítome del tema que aborda la obra, no dejará a nadie indiferente. Esta segunda parte es una especie de monólogo inabarcable en el que el Príncipe Saurau no deja de disparar sentencia tras sentencia a sus dos visitantes; en ocasiones son observaciones o anécdotas incoherentes, en otras, lúcidas reflexiones sobre la vida y la condición humana que hacen de la novela una máquina de imprimir citas literarias: “La pobreza es lo que iguala a los hombres; todo, hasta la riqueza más grande, es en los hombres pobre. La pobreza es siempre, en el cuerpo y en la mente de los hombres, una pobreza corporal y una pobreza mental a la vez, lo que tiene que volverlos enfermos y locos”. O la siguiente: “Cada hombre que veo y cada hombre del que oigo algo, lo que sea, me prueban la absoluta inconsciencia de toda la especie, y que esa especie y la Naturaleza entera son un engaño”.

Y hay más:

“El modernismo que no se ve me reconforta, el invisible que hace que todo progrese; no el visible, que no hace progresar nada”.

“Las gentes del campo que degeneran en la brutalidad y luego en una indefensión total ante su propia brutalidad, que degeneran en todo, que tienen que degenerar en todo, esas gentes, son hoy mayoría, lo que resulta aterrador”.

“El dejarse ofuscar por los sentimientos, el no hacer nada contra el oscurecimiento del espíritu lleva a los hombres a la desesperación”.

“Donde la razón manda la desesperación es imposible”.

“La soledad es el camino de los hombres hacia la repugnancia”.

“Nunca he tenido mejor interlocutor que yo mismo”.

“La única fuerza que existe es la de la imaginación”.

“La verdad es la tradición y no la verdad”.

“Nos divirtamos con lo que nos divirtamos, lo único que nos ocupa siempre es la muerte”.

“El tiempo que vivimos no basta, evidentemente, para hacerse comprender. Al principio a mi madre le parecí un crimen contra ella, luego un crimen que ella había cometido, luego le resulté molesto, luego empezó a despreciarme, luego a quererme, a odiarme, porque siempre tenía que identificarse conmigo. Los padres consideran a sus hijos siempre como una llaga incurable que los afea para toda la vida”.

“Cuanto mayor es la capacidad de juzgar tanto mayor es la desconfianza”.

“A la vida le huele cada vez peor el aliento”.

Y cualquiera podría sacar de “Trastorno” su propio lote de citas —distintas a estas, desde luego—, pues es sabido que cada libro le habla a su lector de una forma particular.

A estas alturas debo confesar, no sin que cierto rubor me coloree las mejillas, que no había leído antes a este extraordinario escritor. Aunque estoy planteándome corregir mi hándicap sumergiéndome de lleno a partir de ahora en el resto de la obra de ficción de Bernhard, tanto narrativa como teatro.

Próxima lectura: “El malogrado”.

miércoles, 26 de julio de 2017

El milagro de Dunkerque


En circunstancias extremas, como lo es sin duda una guerra, los seres humanos solemos sacar a relucir tanto lo peor como lo mejor que hay en nosotros.

Poseemos la capacidad de crear complejos y eficientes sistemas de exterminio masivo tanto como la sensibilidad de conmovernos ante un cuadro de Chagall, Picasso o Degas.

Decía Viktor Frankl que las personas pueden conservar un vestigio de la libertad espiritual, de independencia mental, incluso en los momentos más terribles, de tensión psíquica y física. Y para explicarlo traía a cuento una anécdota de cuando fue prisionero de varios campos de concentración entre los años 1942 y 1945: “Los que estuvimos en campos de concentración recordamos a los hombres que iban de barracón en barracón consolando a los demás, dándoles el último trozo de pan que les quedaba. Puede que fueran pocos en número, pero ofrecían pruebas suficientes de que al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas —la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias— para decidir su propio camino”.

Creo que en esto último, en un espíritu singular de solidaridad, enfoca su lente Dunkerque, la más reciente película del cineasta británico Christopher Nolan.

A través de varias historias, tanto de soldados como de civiles, Nolan nos cuenta su versión particular del caos y la anarquía que vivieron miles de personas durante la llamada Operación Dinamo, la operación de evacuación de las tropas aliadas de territorio francés, donde habían sido arrinconadas por el avance del ejército alemán durante la Segunda Guerra Mundial en mayo de 1940. Contra todo pronóstico, dicha operación permitió rescatar a más de trecientos mil soldados entre británicos, franceses y belgas. La situación era tan crítica y compleja que, posteriormente, tras la exitosa evacuación, Churchill dijo que había sido un verdadero milagro, por tal motivo a la operación también se la conoce como “El milagro de Dunkerque".

Los relatos que acomete Nolan en su film son siempre historias de gente anónima, del montón, sin ningún don ni talento especial.

Están por ejemplo las historias de Tommy y Gibson (interpretados por los actores Fionn Whitehead y Aneurin Barnard, respectivamente), dos soldados rasos que intentan salir a como dé lugar de aquel infierno; o las del señor Downson (Mark Rylance) y Peter (Tom Glynn-Carney), un marinero civil y su hijo adolescente que acuden al llamado de rescate que han hecho las autoridades británicas a propietarios de cualquier tipo de embarcación que pueda cruzar el Canal de la Mancha; o las de Farrier (Tom Hardy) y Collins (Jack Lowden), dos pilotos de la Real Fuerza Aérea Británica que intentan derribar el mayor número posible de cazas alemanes que sobrevuelan y atacan a cualquier cosa que se mueva en el mar o las playas de Dunkerque.

De principio a fin, la narración de estas historias posee un ritmo vertiginoso y frenético. Nolan no da respiro al espectador. Nos mantiene aferrados a nuestras butacas con una sensación de tensión y desasosiego únicas. Y para conseguirlo, ha dado preferencia a la imagen sobre la palabra, de tal modo que los diálogos son escasos, los justos requeridos. La música, compuesta por Hans Zimmer, es otro factor que contribuye en gran medida a reforzar ese ritmo implacable que hay en Dunkerque.

Una sorprendente película que se convertirá en referente del cine bélico.

Quizá no haga falta comentarlo —y lo más probable es que más de uno esté en desacuerdo con lo que diré a continuación, porque Nolan, a lo largo de su trayectoria cinematográfica, no ha dejado indiferente a nadie que haya entrado en contacto con su obra: hay quienes adoran sus películas y quienes las odian. Yo me cuento entre los primeros. Desde luego me gustan algunas más que otras. Memento, Batman Begins, The Prestige, El caballero oscuro, Origen, Interstellar y, por supuesto, Dunkerque, se cuentan entre mis favoritas—, porque la más reciente película de Nolan habla por sí misma: desde ya la considero el mejor trabajo que ha realizado hasta la fecha este magnífico e inteligente cineasta. Aunque tengo casi la completa seguridad de que, más adelante, cuando se hable de toda su carrera, no será la mejor puesto que como todo creador desea, su mejor trabajo es el que está por venir.

jueves, 13 de julio de 2017

Un viejo como los de antes



Hay una anécdota del abuelo Juan —mi abuelo materno— que recuerdo de tanto en tanto y que creo habla mucho de él. Ocurrió el 31 de diciembre de 1984. A principios de este año (el 16 de febrero, para ser exactos) se había producido en casa una de esas situaciones que suelen reconfigurar la manera en que los miembros de una familia se relacionan: la abuela Eustaquia, esposa del abuelo Juan, moría en el Hospital Antonio María Pineda de Barquisimeto, a la edad de 64 años, tras sufrir un accidente cerebrovascular. Quedarse viudo volvió en cierto modo más reservado, arisco y huraño que de costumbre al abuelo Juan. Aquel fue un año duro para todos en casa, pero supongo que lo fue mucho más para él. Cuando cayó la noche del 31 de diciembre —día en que ocurrió la anécdota que pretendo contar—, el abuelo Juan cogió las llaves de su Chevrolet Apache del 58 y se marchó sin despedirse. Nadie dijo ni hizo nada. Sin embargo, todos sabíamos a dónde se dirigía. Yo había pasado la tarde bebiendo con unos amigos y a esas alturas el alcohol se me había subido a la cabeza. Así que al escuchar a mamá sollozar tras la puerta de su cuarto ni me lo pensé. Es sabido que el alcohol y las emociones no combinan bien y a veces esa mezcla suele empujarnos a cometer tonterías. Más en tiempos de adolescencia. Y eso fue lo que hice aquella noche. El abuelo Juan venía del campo y hablaba a menudo de él. En casa no fue sorpresa para nadie cuando un buen día nos diera la noticia que había comprado un terreno en El Roble, una localidad rural a unos diez o doce kilómetros de Nueva Segovia, el barrio donde vivíamos. Allí sembraba y pasaba varios días de la semana apartado de las prisas de la ciudad con la abuela Eustaquia. Todos sabíamos que hacia allí había puesto rumbo la noche del 31, que había decidido recibir el año nuevo solo en aquellas soledades. No sé cuánto tiempo me llevó hacer a pie aquel recorrido. Solo sé que al detenerme frente a la verja y llamarlo, el abuelo Juan salió con unos ojos desorbitados y una expresión confusa en el rostro. Le pedí la bendición y creo que ni me escuchó. “¿Qué hace usted aquí”, dijo. “Vine a buscarlo”, repuse yo. “¿Y cómo es que ha llegado hasta aquí a estas horas?”, dijo. “Caminando”, repuse yo. Echó a andar hacia mí, abrió la verja y con un gesto me invitó a pasar. Luego se metió al pequeño cuarto que él mismo había construido con la ayuda de un sobrino de papá, recogió sus cosas con parsimonia y por fin los dos subimos a la vieja Chevrolet Apache. No volvimos a cruzar palabra mientras retornábamos a casa.

Ayer el abuelo Juan murió. Lo ha hecho en la tranquilidad de su cama y rodeado de nietos, bisnietos y de su única hija. Tenía 101 años. Aprendí bastantes cosas de él y creo que en el fondo incluso me le parezco. Echando la vista atrás y haciendo balance entre subidas y bajadas, entre equívocos y aciertos, me atrevería a decir que vivió una vida plena, de esas que merecen la pena vivir. QDEP.

martes, 4 de julio de 2017

Un fluir narrativo*


Hace tiempo leí una definición que me gustó mucho sobre el oficio de escribir novelas. Lamentablemente, por mi mala memoria, no recuerdo el texto exacto ni tampoco el nombre del autor. Pero más o menos decía lo siguiente: escribir una novela consiste en crear un universo del cual el lector sienta nostalgia una vez llegado al punto y final.
                               
El recuerdo de esta definición me ha venido a la mente en cuanto he llegado al punto y final de “El río que me habita”, la original y maravillosa novela de Rodrigo Soto.

Como lector me interesan aquellos libros que me emocionen y hagan reflexionar; no suelo leer por entretenimiento. Quizá en un principio sí, cuando era apenas un niño, pero una vez que tuve la ocasión de contactar con la obra de grandes autores, y quedar prendado de ella, me ha sido imposible volver a leer por puro entretenimiento. Al hablar antes de emociones me refería al amplio espectro que las cobija: desde la risa, pasando por la ternura, el asombro o el horror, hasta llegar a la mismísima rabia, a la indignación que puede producir en nosotros una situación de injusticia. Todas estas emociones me las ha hecho vivir la lectura de “El río que me habita”.

“¿Y cómo puede ser esto posible?”, se preguntarán algunos, pues porque sin duda estamos ante la presencia de un gran autor, que es lo mismo que decir ante la presencia de un particular buceador de la naturaleza humana. A veces creo que escribir se trata fundamentalmente de esto, profundizar en la exploración de la condición humana; desde luego la técnica forma parte valiosa e importante del oficio, pero sin bucear en las profundidades de lo humano solo pueden producirse cascarones vacíos. No sé. Es una opinión personal. Por supuesto, también he podido sentir todo esto que he dicho, al leer “El río que me habita”, gracias a que Soto ha logrado reunir en esta novela una serie de pequeñas historias, a lo largo de un lapso considerable, con el fin de construir ese sobrecogedor universo que vive y palpita en Ciudad Real.

No he podido tampoco dejar de rememorar viejas y queridas lecturas leyendo la novela de Soto. A mi memoria han venido los recuerdos de obras de autores como García Márquez, Gallegos, Cortázar, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Vargas Llosa, Miguel Ángel Asturias y Onetti. Me atrevería a decir que “El río que me habita” está emparentada en gran medida con la tradición de la mejor novela latinoamericana. De esas que se construyen desde una localidad propia para volverse luego universales. Ignoro las influencias directas que ha tenido Rodrigo Soto a lo largo de su carrera, pero apostaría a que ha leído a estos autores o al menos a autores que hayan sido leídos por estos autores. Porque así trabaja la literatura. Debería añadir además que en la novela he notado la presencia del ubicuo Faulkner.

“El río que me habita” está compuesta por cinco partes en las que el autor, haciendo gala de su oficio, consigue, a través de individualidades, ir creando poco a poco ese universo del que hablé al principio y del cual seguramente —al menos así lo he sentido yo— el lector sentirá añoranza una vez culminada la lectura.

En las primeras dos partes, Soto se sirve del intercalado o alternancia de los relatos en fragmentos que le imprimen un ágil ritmo a la narración. Como el inagotable fluir de un río. La primera parte consta de cuatro relatos y la segunda de dos; todos independientes, ajenos y anónimos, que se desarrollan en distintas épocas de Ciudad Real. En la tercera parte el autor opta por contar historias de un solo tirón, una detrás de la otra, sin aparente conexión más que la de tratarse de semblanzas radiofónicas de personajes emblemáticos de la localidad (de nuevo cuatro historias), para luego retornar, en la cuarta, con una estructura un poco más compleja, en la que se alternan también dos relatos (como en la segunda parte) pero que esta vez se entremezclarán con historias anteriores que en un principio nos pudieron parecer autónomas y que exigirán una mayor atención del lector. Rodrigo Soto, seguro de que el lector domina ya los entresijos del universo de la novela, comienza a hacerle guiños y a profundizar en el juego literario... Hasta que sobreviene la quinta parte, la última, la de cierre, en la que el autor nos muestra la explosiva inventiva, el vuelo alto de su imaginación —lo mejor para el final, claro— y nos cuenta, de una magnifica y bella manera, la prehistoria de Ciudad Real; es un hermoso relato que combina dolor, ambición, fragilidad, conquista, manipulación e injusticia, pero también fantasía, ternura y belleza.

Creo que nos hallamos ante la presencia de una obra monumental, contundente, que no dudo recalará en el gusto de lectores inquietos y exigentes.

*Texto leído durante la presentación de la novela "El río que me habita", de Rodrigo Soto, en la librería Juan Rulfo de Madrid. Martes 27 de junio de 2017.

martes, 13 de junio de 2017

La incertidumbre del dramaturgo ante el estreno


En ocasiones, durante un estreno, las preguntas que se hacen los actores antes de salir a escena son las mismas preguntas que retumban sin cesar en el interior de la cabeza del autor del texto —que aguarda en silencio en la oscuridad del patio de butacas— en el que se ha basado el espectáculo que está a punto de comenzar: ¿Le (me) gustará lo que hemos (han) hecho con su (mi) obra? ¿Estaremos (estarán) a la altura de los personajes que ha (he) creado? ¿Le (me) gustará en realidad este montaje? ¿Será estéticamente atractivo para él (mí)? ¿Habremos (habrán) respetado la esencia de la pieza?

Los nervios que atacan a ambos creadores en esos instantes, pese a ser muy distintos, quizás compartan una intensidad similar. Una vez un amigo actor me dijo que el día que dejara de sentir mariposas en el estómago antes de salir a escena, ése mismo día se plantearía dejar de actuar. Y parafraseando lo que dijo este querido amigo, también yo dejaré de asistir a los estrenos de los espectáculos basados en mis textos cuando dejen de producirme las expectativas que suelen producirme.

Entre las muchas bondades y misterios que conserva el teatro como disciplina de creación colectiva está el hecho que un mismo texto puede generar múltiples interpretaciones y por tanto una variedad casi infinita de puestas en escena. De manera tal que una misma pieza puede ser degustada en preparaciones y presentaciones diversas a lo largo de los años. Es lo que ocurre con algunas piezas emblemáticas o “clásicos” que están constantemente subiendo a escena. A la hora de dar forma a un espectáculo cuyo origen proviene de un texto, los grupos o compañías de teatro cuentan casi con la misma libertad creativa con la que un lector recrea en su imaginación el universo que habita en una novela.

Ya sé. Lo admito. Tal vez se me ha ido la pinza y he exagerado un poco con esta última afirmación, pero es para que el lector menos habituado en los misterios del teatro comprenda lo que intento decir.

Por ejemplo, Pieza para dos actores es una de mis obras de teatro más representadas. He tenido la fortuna de asistir o ver varios de sus montajes en distintas ciudades. Recuerdo con especial cariño y emoción tres de ellos: el de Montevideo (el primero, estrenado en abril de 2009; se mantuvo durante tres meses en cartelera y recibió muy buenos comentarios de público y la crítica especializada), que produjo la gente de Ilusionarios Teatro; el de NNC, estrenado en 2010, el texto fue traducido al gallego y llevado a escena en este mismo idioma en Santiago de Compostela y, finalmente, el que estuvo a cargo de la Corporación TECOC de Bello (Medellín) y que, desde su estreno en 2014, la agrupación repone en su sala cada cierto tiempo.

La pretensión de todo dramaturgo es escribir historias que acaben sobre los escenarios. Asistir al estreno de un espectáculo basado en uno de tus textos en el que solo participas como autor, que nada tienes que ver con la producción más allá de haber contribuido con el texto, es de las cosas más maravillosas que pueden ocurrirle a un autor teatral. Por eso, cada vez que en cualquier lugar del mundo sube a escena una de mis obras, alzo la copa y digo ¡a su salud!

Por estas fechas un nuevo montaje de Pieza para dos actores hace temporada en Madrid (para los interesados: se titula El cuarto y estará todos los domingos de junio en la Sala NAO 8, calle Nao, 8, a las 20.30 horas). Esta vez los papeles de los personajes (Lucía y Antonio) recaen sobre las excelentes interpretaciones de Silvia Campos y Antonio Escamez, bajo una más que interesante —e inquietante— puesta en escena de Omar Morán. He de aclarar que Silvia se había enfundado ya en la piel de Lucía en una producción anterior que se estrenó en la Sala Vargas Calvo del Teatro Nacional de San José de Costa Rica en 2011. Lamentablemente no pude asistir a la temporada de este montaje pero sé de buena fuente que se mantuvo dos meses en cartelera y que también recibió muy buenos comentarios de público y crítica.

Aparte de las estupendas actuaciones y de la inquietante y sórdida atmósfera que ha conseguido crear el equipo artístico, lo que más me ha sorprendido de este último montaje de mi obra es que ha despertado en mí la sensación de reencontrarme con el texto que pergeñé hace casi treinta años. Quizá sea justo esto lo que me ha impulsado hoy a escribir y compartir esta nota en mi blog. Me explico. Hasta la fecha los montajes de Pieza para dos actores de los que he tenido noticia se han llevado a escena siempre en el formato de comedia. Como ya he argumentado antes, al principio de esta nota, algo por demás válido, lícito, que funciona. Totalmente plausible. Sin embargo, El cuarto se aleja de estos registros y ha apostado por una puesta en escena más inquietante y sórdida que, he de ser honesto y confesarlo, se acerca más a la lectura de aquel texto de 1989.

Una vez más la magia y los misterios del teatro han vuelto a materializarse sobre un escenario. Una vez más me dejan sorprendido. Aunque, desde luego, todo lo anterior no pasa de ser la mera impresión, apreciación u opinión personal del autor del texto. Que quede claro.