sábado, 31 de enero de 2015

¿Mundos irreconciliables?


Desde el mismísimo nacimiento del cine, a finales del siglo XIX, se gestó esa ancestral rivalidad que aún perdura entre los creadores que trabajan en él y sus pares del teatro. Ni siquiera la aparente tregua que introdujo la colaboración entre ambos mundos durante los inicios del cine sonoro ha hecho mella en ella; todo lo contrario, la exacerbó. Para muchos ya es un tópico la discusión en la que se diserta sobre en cuál de ambas actividades humanas se hace verdadero arte o en cuál de ellas se construye el verdadero actor.

Sobre dicha rivalidad Alejandro González Iñárritu basa el argumento de su más reciente película, Birdman. Una irreverente, crítica, divertida, frenética y brillante mirada al mundo del espectáculo que habita tanto en el cine como en el teatro.

Tras convertirse en una celebridad, gracias a su interpretación de un superhéroe en la gran pantalla, Riggan Thomas intenta reorientar su carrera con el fin de obtener el respeto y reconocimiento de aquellos que sólo ven en él a un fanfarrón, un tipo que tuvo la suerte que los reflectores de Hollywood se detuvieran el tiempo suficiente en él para transformarlo en alguien rico y famoso. Con esta obsesión taladrándole la cabeza, se está dejando la piel (y lo que queda de sus ahorros) en el montaje de una obra de teatro en Broadway. Se trata de una adaptación que él mismo ha escrito, dirige y desde luego protagoniza— de la no menos célebre What We Talk About When We Talk About Love de Raymond Carver.

Pero los preestrenos de la obra pronostican el desastre.

Porque Riggan no solo está manteniendo una lucha cuerpo a cuerpo contra sí mismo o contra el hombre pájaro que de tanto en tanto le resopla en el cuello recordándole quiénes son en realidad (actor y personaje de blockbusters; actor y personaje de taquillazos palomiteros y nada más), sino incluso contra su propia hija, una ex adicta en rehabilitación que le reprocha lo mal padre que ha sido; o contra el elenco que lo acompaña en el montaje, especialmente contra Mike, un hombre de teatro, tan buen actor sobre escena como patán fuera de ella; o contra la crítica que amenaza destrozar su espectáculo, borrarlo de la faz de Broadway, porque no merece estar allí, ocupando un teatro que debería estar al servicio de verdaderos artistas y no de advenedizos y fanfarrones como él.

La explosión visual que nos brinda González Inárritu en Birdman es de una calidad, ambición, expresividad y atrevimiento nunca antes vistos. Puro placer. Esas suaves pero a la vez violentas transiciones entre una y otra escena; los planos secuencias y travelling: esos desplazamientos imposibles de cámara; las alucinantes secuencias en las que Riggan sucumbe seducido por la verborrea del hombre pájaro… Y todo con el soundtrack de fondo que nos obsequia Antonio Sánchez y que remarca el ritmo frenético de la película, sobre todo las improvisaciones del batería, que aparece de cuando en cuando en algún rincón para demostrar su importancia en el entrelazado de la historia, un personaje más, secundario, pero personaje al fin y al cabo. Es verdad que en ciertos momentos Birdman me ha recordado a esa otra magnífica, irreverente y ácida peli titulada All that Jazz, de Bob Fosse, en la que Roy Scheider interpreta a un coreógrafo y director de teatro que prepara su próximo musical en Broadway al mismo tiempo monta una película de Hollywood sobre un cómico de monólogos y flirtea con la muerte. Pero de igual manera Birdman no se me ha parecido a nada que haya visto con anterioridad.

Un significativo chute de adrenalina para aquellos que amamos el cine.

Por otro lado, la interpretación de los actores en sus respectivos roles ha estado a la altura de las ambiciones de González Iñárritu. Los siempre exquisitos y camaleónicos Edward Norton y Naomi Watts; la espectacular resurrección de Michael Keaton, aprovechándose del enorme filón que le proporcionaba el personaje de Riggan Thomas y hasta la hermosísima Emma Stone.

Mucho se ha hablado de que luego de su rompimiento con Guillermo Arriaga, la carrera fílmica de González Iñárritu había tenido un bajón de antología. Había corrido riesgos aunque sin resultados. Pero después de Birdman esto debería y tiene que cambiar. Sin duda. Estamos ante el mejor trabajo del director mexicano, el más arriesgado y atractivo. Un alarde de creatividad que raya en lo genial. De lo mejor que he visto en años.

miércoles, 14 de enero de 2015

Be original

El tema de la originalidad en literatura es un asunto al que me gusta volver de tanto en tanto. ¿De qué hablamos cuando hablamos de originalidad en una obra literaria? ¿A qué nos referimos con exactitud? ¿A la anécdota, a la temática, al lenguaje o a la estructura?

Un libro es más que la suma de sus partes. Esto siempre debemos tenerlo en cuenta. Si pacientemente diseccionamos una obra y encontramos algo de original en alguna de sus partes, desde luego esta originalidad permeará el resto. Pero también puede darse el caso que un libro nos parezca original aún si no logramos identificar en cuál de sus partes reside dicha originalidad. De nuevo: el conjunto por encima de las partes.

Roberto Bolaño solía decir que lo que contamos es siempre una variación de lo que el hombre viene contándose a sí mismo desde hace miles de años. Es decir, que para él, en nuestros tiempos, la originalidad de una obra literaria no residiría ya en la anécdota. Lo afirma el autor de Estrella distante, esa pequeña joya de la literatura sobre la maldad, en la que un poeta visual se convierte en asesino en serie. O viceversa.

Agregaba Bolaño que el hecho que se catalogue a una narración como original se debe en gran medida al envoltorio que elija su creador para presentarla. Y con envoltorio no se estaba refiriendo a otra cosa que a la forma, a la estructura.

Entonces no sería tan descabellado suponer que una historia mil veces contada vuelva a parecernos original en su versión 1.001. Es lo que me ha ocurrido con Moravia, del escritor argentino Marcelo Luján.

Ciertamente Moravia no es la versión 1.001 de una historia mil veces contada, pero se basa en un hecho real que resonó en la prensa francesa de finales de los años treinta del siglo pasado y que un reconocido autor cuyo nombre me reservo con la intención de no estropearle el placer de la lectura a los interesados utilizó para darle cuerpo y forma a una de sus más celebradas novelas y además a una de sus piezas de teatro más representadas.

Estructurada en dos partes y veintidós capítulos, la novela de Luján nos relata la historia del emigrante que mucho tiempo después retorna al lugar de partida con la finalidad de saldar cuentas con el pasado. En capítulos que se van alternando entre presente y pasado, la primera parte nos describe a la vez tanto ese retorno como la partida. Juan Kosic regresa a la tierra que lo vio nacer, un pueblo perdido de la pampa argentina, tras acumular fama y fortuna como músico en New Orleans. Su deseo es hacerse pasar por un desconocido, un forastero, ante los ojos de su madre y hermana y, luego, sorprenderlas diciendo quién era en realidad. “Volver con el único propósito de resarcirse. Volver para preguntar ¿quién era el inútil?, ¿quién era vago, el atorrante bueno para nada? Volver para decir acá tienen: acá estoy, este soy yo y eso son ustedes”. Sin embargo, Lidia Estefanía, su esposa, que lo acompaña durante la travesía, nunca ha estado de acuerdo con la obsesión de su marido (y así se lo ha hecho saber en repetidas ocasiones), con ese juego infantil que pretende, puesto que una madre reconocerá a su hijo no importa el tiempo transcurrido. Ella lo sabe porque es madre; o al menos así lo intuye, lo siente. Si por fin ha accedido a viajar a la Argentina es simplemente obligada por el respeto y la obediencia que debe a su marido.

El presente de la novela está anclado en 1950.

En esta primera parte también se nos revela parte del pasado de Lidia Estefanía, sobre su familia y cómo ella y Kosic se conocieron. Al igual que Kosic, aunque por razones muy distintas, ella y sus padres son emigrantes: se vieron obligados a huir de la Checoslovaquia ocupada por los nazis en 1938. Lidia y Kosic comparten así un pasado de éxodos y renuncias, de humillaciones y sufrimiento que en lugar de unirlos ha abierto un abismo entre ambos. Se quieren y desde luego tienen cosas en común, entre ellas su pequeña hija, pero a veces la comunicación entre marido y mujer se corta con la violencia de un estornudo.

La segunda parte de la novela se suscribe sólo al presente, ya cuando los viajeros han arribado a destino. No habrá más flashback; lo que ahora interesa son los hechos que suceden en ese pueblecito perdido de la pampa argentina. Es acá cuando el autor corre mayor riesgo, puesto que es acá cuando el relato se hace previsible para aquellos que conozcan (que conocemos) el origen de la historia. Es acá cuando se nos desvelan ciertas claves que nos permiten atar cabos y establecer las necesarias conexiones. No obstante, gracias a las habilidades de Luján como narrador, al magnetismo y poderío de su prosa, consigue mantenernos enganchados y él mismo sale indemne de su atrevimiento. Confieso que en cuanto a técnica y emotividad, a eso de sumergirse en las profundidades de la condición humana, los últimos capítulos de Moravia son de una contundencia admirable y sobrecogedora.

En cierta ocasión León Tolstói escribió que todas las familias felices se asemejan, pero que cada familia desdichada era desdichada a su manera. Éste sería un buen colofón para la novela de Luján, para todas las familias de las que en ella se habla.