¿Sucede en
realidad todo cuanto pasa ante nuestra vista mientras leemos? ¿O todo cuanto
ocurre, todo cuanto nos cuenta el narrador, ocurre sólo en su mente, en su
mente trastornada de personaje de novela?
Porque no lo
he dicho hasta ahora, pero el personaje principal, el narrador de la obra, el
señor Silva, un burócrata que ejerce de contable en el Ayuntamiento, padece un raro
trastorno denominado “el mal de la mirada trastocada”: enfermedad que en
ocasiones lo hace perder la conexión, el contacto con el mundo exterior y sumergirse
en divagaciones del pasado, en sus recuerdos, cuando era joven y vivía en
Ciudad de México.
A medida que
avanzamos en la lectura, con absoluta maestría en el arte de narrar, Borges nos
va envolviendo en el mundo interior y exterior del señor Silva, en sus filias y
fobias, en los pensamientos recurrentes que vuelven una y otra vez a su cabeza,
generándoles dudas y terrores. Porque el señor Silva es un hombre que vive
cuestionándose su propia existencia, y a pesar de estar convencido de que tiene
buena memoria, a veces duda de lo que ha visto y vivido, duda de lo que siente
y recuerda. “Algunas veces llegué a creer que alguien aceleró tanto el ritmo de
la realidad que había dejado de ser realidad. Y de ser así, ¿qué era eso a
donde llegaba a destiempo mi mirada? ¿Acaso la otra realidad? ¿Era en la
lentitud donde habitaba la otra realidad?”, reflexiona, ya hacia el final, el
señor Silva.
Mientras buceaba
en los mundos y las atmósferas de La ciclista de las soluciones imaginarias,
cada tanto algunos de sus fragmentos o pasajes me remitían a esos otros mundos
y atmósfera creados por Kafka en El proceso, o por Murakami en Crónica del
pájaro que da cuerda al mundo... Y hasta a esos otros mundos y atmósferas que
congregan las alucinantes y entretenidas novelas del argentino César Aira. Ya
se sabe: en una novela hay muchos mundos en los que el lector puede perderse y
al mismo tiempo encontrarse.
La obra de Borges es un
maravilloso mecano (que él arma y desarma a placer), una portentosa metáfora que
invita al lector a echar la mirada atrás, a los lejanos días de su infancia, y
a la vez le demanda a precisar cuándo fue que dejó de soñar, de reír y de
imaginar, cuándo dejó de mirar el mundo desde la perspectiva de un niño. ¡Y qué
diferente serían las cosas hoy en día si muchos de nosotros hubiéramos conservado
aquella mirada! Pero desafortunadamente, a medida que pasan los años, a medida
que crecemos, vamos reemplazando nuestros sueños (y sobre todo nuestra
imaginación) por una realidad que acaba agobiándonos. En las sociedades modernas
todo está dispuesto con el fin que la educación formal, de familia y de calle
condicione nuestra imaginación. Y una vez que esto ha sucedido, somos fácil
presa de la manipulación. Manipulación que, bien vale aclararlo, tiene
múltiples aristas y orígenes: familia, amigos, escuela, trabajo, mercado,
Estado, movimientos sociales, etcétera, etcétera. De manera que la novela de
Borges también pudiera ser entendida como una conspiración de la realidad cuyo más
caro objetivo es hacernos sucumbir ante sus normas y reglas, acallar poco a
poco y para siempre al niño que aún vive en nosotros.
Lo frustrante y paradójico quizás
sea que el único que puede ayudarnos a enfrentar e intentar vencer dicha
conspiración es justamente el niño que vive aún dentro de nosotros. Porque ya
se sabe: la imaginación es lo único que puede salvarnos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario