martes, 20 de noviembre de 2007

¿Existen en realidad los hombres buenos?


Mi naturaleza es la del escéptico.

Son muy pocas cosas en las que creo a pies juntillas, con una venda cubriéndome los ojos... Quizá el arte: la música, la pintura, el teatro, el cine, la literatura; en fin, la belleza... ¡y ya!; paremos de contar.

Todo lo demás que venga de la mano, del ingenio o intelecto del hombre, por mi naturaleza escéptica, lo pongo siempre en duda, en algo así como una especie de cuarentena. “¿Qué intereses hay detrás de todo este asunto?” es la pregunta que suelo hacerme.

Porque soy de los que piensa que a todos nos mueve el interés.

El mundo gira gracias a las cuatro ruedas del interés sobre las que se encuentra montado. “El amor y el interés se fueron de paseo un día...”, dice el sabio y conocidísimo adagio popular. Aunque, ¿no es el amor el mayor sentimiento interesado de la Historia? ¿Quien ama no está esperando también ser amado?

Detrás de cualquiera de nuestras acciones, consciente o inconscientemente, hay siempre un objetivo que nos empuja, que nos beneficia de algún modo o al menos nos satisfaría ver cumplido. Que ese objetivo sea más o menos loable, abyecto o noble, que abulte o no nuestras cuentas personales, que afecte a más o menos personas, que transforme nuestra historia o la deje tal como está, pues es arena de otro costal, no le resta su cariz soterrado de objetivo vulgar y silvestre. A fin de cuentas, el adjetivo se encargará de ponerlo el interesado.

Gandhi, la Madre Teresa de Calcuta, Martin Luther King, por citar tres nombres que casi todos aprobarían, se caracterizaron por gritar a los cuatro vientos sus intereses y, desde luego, por luchar y obtener triunfos contundentes en sus propósitos. Esto, aunado al beneficio que para otros significaron sus luchas, los han hecho personajes ejemplares, admirables, inolvidables.

Ahora citaré tres nombres que por supuesto concentrarán el rechazo de no pocos: Hitler, Stalin, Idi Amin. Sin embargo, estos personajes, como los anteriores, también vocearon sus intereses al mundo y lucharon a brazo partido por alcanzarlos. La diferencia es que en lugar de beneficiar a otros, condenaron a muchos al dolor o a la desaparición forzada. Pero apartando los valores éticos y humanistas de los intereses de ambos grupos, ¿no se pudieran poner en una misma balanza sus ambiciones personales (repito, sin tomar en consideración su valor ético o humanista; por favor, amable lector, haga un esfuerzo) y los afanes que pusieron para conseguirlos, para llevarlos a la realidad? Partiendo de estas mismas premisas, ¿por qué hablar en el primer grupo de “hombres buenos” y no se nos ocurriría, ni por equivocación, decir lo mismo del segundo grupo?

Bien, tras esta suerte de argumentación, al fin, puedo llegar a la pregunta que da título a estas notas: ¿Existen en realidad los hombres buenos?

Conviene aclarar aquí que por “hombres buenos” (y mujeres buenas, claro está) me estoy refiriendo a aquellos desinteresados en el más estricto sentido de la palabra, aquellos que no esperan nada de algunas de sus acciones, que no tienen una meta definida por alcanzar, ninguna retribución, bien sea ésta cuantitativa o cualitativa, ninguna satisfacción que se manifieste en la respuesta o feedback de los otros, se trate de sus beneficiarios o no. En fin, aquellos que hacen el bien aún a costa de su propio perjuicio y permanecen en el anonimato. ¿Acaso existe esta clase de personas?

El alemán Florian Henckel von Donnersmarck, en su galardonada ópera prima La vida de los otros, ganadora, entre otros reconocimientos, del Oscar a la mejor película extranjera en la más reciente edición de los premios de la academia, nos presenta su aproximación personal a lo que podría definirse como un hombre bueno.

Berlín Oriental. 1984. Gerd Wiesler (Ulrich Mühe) es un oficial de la policía secreta (Stasi) del régimen socialista de la RDA (República Democrática Alemana; ya es lugar común la obsesión de ciertos estados totalitarios por dejar en claro su talante “democrático”). Un hombre de principios; correcto. Eficiente, frío y calculador en su oficio. Cree en el sistema y en sus incuestionables bondades y beneficios para la RDA. Por esta razón es un celoso protector del status quo. Además, vale decirlo, es un solitario. Georg Dreyman (Sebastian Koch) es un prestigioso dramaturgo simpatizante del régimen, con algunos padrinos en las altas esferas del poder. Un creyente fervoroso, como Wiesler, del socialismo real, con sólidos principios y ética intachable. Las piezas que escribe dan cuenta de ello. Por cuestiones de puro azar, de envidia y de los imponderables caprichos del poder, las vidas de ambos se cruzan sin que uno de ellos sepa de la existencia del otro, pero ese breve lapso en que sus vidas se ven entrelazadas es suficiente para que ambos cambien para siempre.

La vida de los otros es una historia muy bien armada y profundamente conmovedora. El contexto en el cual se desarrolla le aporta una atmósfera llena de melancolía y en ocasiones bastante gris, asfixiante. En pocas palabras, nos oprime de tal manera que hay un punto en el que sólo queremos gritar y abandonar la sala, aunque, por otro lado, por decir lo menos, eso sea casi imposible. La actuación de Ulrich Mühe es tan descomunal como la frialdad del personaje al que interpreta. Es ineludible no odiar a ese hombre al principio de la película, no obstante, poco a poco, Mühe (y Von Donnersmarck, naturalmente) nos obliga a ceder terreno en nuestros sentimientos hasta que por fin caemos rendidos a sus pies con lágrimas en los ojos y un incómodo nudo apelmazado en la garganta.

El film de Von Donnersmarck derrocha inteligencia, pasión y honestidad. También cuestionamientos éticos y morales. No sólo los que se hace el oficial de la Stasi —que cree y defiende el régimen— ante la ambición, la manipulación y la corrupción de sus superiores burócratas; o los del artista-militante que de pronto comienza a sentir la asfixia a la que lo somete el sistema en que un principio creyó —es el caso del dramaturgo Georg Dreyman; de su amigo Albert Jerska (Volkmar Kleinert), antiguo director de sus obras caído ahora en desgracia; y de Christa-Marie Sieland (Martina Gedeck), actriz y pareja de Dreyman— sino incluso los del amante frente a la posibilidad de traicionarse a sí mismo o a ese otro ser que ama.

Las utopías son así, ya se sabe, comienzan siendo el sueño de unos pocos y acaban convirtiéndose en la pesadilla de muchos.

Von Donnersmarck ha conseguido construir un film redondo, con grandes momentos de tensión, humor y drama. Hay pequeños detalles que por insignificantes que parezcan no pasan desapercibidos y más adelante adquieren su vital importancia en la trama. Me tomo la libertad de mencionar a dos: la escena en que Jerska le regala a Dreyman, durante su fiesta de cumpleaños, un cuaderno de tapas viejas con el título “Sonata para un hombre bueno”; o la otra donde al tratar de esconder la máquina de escribir que le han pedido usar para sus artículos clandestinos, Dreyman se mancha de tinta roja las manos y sus pulgares quedan impresos sobre las hojas de papel. Son dos detalles en apariencia baladí, repito, pero fundamentales para entender la narración.

Algo sin lugar a dudas exquisito.

Durante una entrevista, Von Donnersmarck dijo que su cinta estaba basada en personas reales, de carne y hueso, “cada personaje plantea preguntas a las que nos enfrentamos cada día: ¿cómo tratar con el poder y la ideología? ¿Tenemos que seguir nuestros principios o nuestros sentimientos? Pero, por encima de todo, La vida de los otros es una película acerca de la capacidad de los seres humanos para hacer lo correcto, sin que importe lo lejos que se hayan adentrado por el sendero equivocado”.

Es preciso decirlo: mientras estaba en la oscuridad de la sala, sentado en mi butaca, inmerso en el trabajo de Von Donnersmarck, mi escepticismo llegó a tambalearse peligrosamente y hasta llegué a creer que en verdad existían los hombres buenos...

También es preciso decirlo: cuando uno se topa con historias tan bien contadas como La vida de los otros, a uno no le queda más que dar gracias a sus creadores y, por supuesto, al propio destino por haber conspirado para que acabáramos disfrutándolas.

lunes, 19 de noviembre de 2007

Vivir en la mentira

En su análisis del postotalitarismo, Vlacav Havel afirma que “el poder es prisionero de sus propias mentiras y, por tanto, tiene que estar diciendo continuamente falsedades. Falsedades sobre el pasado. Falsedades sobre el presente y sobre el futuro. Falsifica los datos estadísticos. Da a entender que no existe un aparato policíaco omnipotente y capaz de todo. Miente cuando dice que respeta los derechos humanos. Miente cuando dice que no persigue a nadie. Miente cuando dice que no tiene miedo. Miente cuando dice que no miente.

Havel señala que, en este tipo de sociedades, los individuos no están obligados a creer en todas estas mentiras, pero sí deben comportarse como si las creyeran. Deben, entonces, “vivir en la mentira”.
Alberto Barrera Tyszka

lunes, 12 de noviembre de 2007

El infierno somos nosotros


"Las sociedades no son colectivos. Las sociedades son personas en interacción.”
Arturo Peraza, S. J.


Las sociedades, como cualquier organismo vivo, suelen enfermar.

A veces su salud puede verse afectada por trastornos menores y pasajeros como un simple resfriado; o por los micro-organismos que atacan a los pies. Sin embargo, en ocasiones puede tratarse de enfermedades más complejas, duraderas y peligrosas.

De estás últimas nos habla José Saramago en su Ensayo sobre la ceguera.

Saramago se vale de una poderosa metáfora para hacernos una puesta en escena de los más bajos instintos de los seres humanos. Súbitamente, y sin saber cómo ni por qué, la gente anónima de una anónima ciudad comienza a quedarse ciega. El trastorno se propaga como reguero de pólvora y pronto se convierte en epidemia. El gobierno nacional, en pocas horas, al darse cuenta de que el “mal blanco” —así bautizan a la ceguera, porque tiene la particularidad de no dejar a quien la padece en tinieblas sino sumergido en un vacío blanco— es sumamente contagioso, toma la decisión de aislar no sólo a los afectados sino a todo aquel que haya tenido algún contacto con ellos. El temor es casi siempre el detonante para las peores acciones o resoluciones del género. A partir de aquí comienza el descenso a los infiernos y vemos cómo personas, aparentemente comunes y corrientes, con principios y valores, se sumergen en la mierda y, encima, retozan en ella.

Los ciegos que nos interesan (o los que quiere el autor que nos interesen) no sólo son aislados y abandonados a su suerte en las instalaciones de un antiguo manicomio (una de las tantas y deliciosas ironías que Saramago construye a lo largo de su relato), sino que a su alrededor se levanta un cerco militar con la amenaza explícita de que si alguno de los internos pretendiera salir, no dudarían ni un segundo en acribillarlo. Y nada como un militar para cumplir este tipo de órdenes, ya sabemos, con suma y fría eficacia. Como era de preverse, por la magnitud contagiosa de la ceguera, en poco tiempo las instalaciones colapsan: las camas no son suficientes, no hay agua o la que sale de las tuberías no es apta para el consumo, las cañerías se tapan, los alimentos que prometieron traer no llegan a sus horas (o simplemente no llegan) y, para colmo, nunca alcanzan para todos... Tampoco, como era de esperarse, tardan en aparecer los actos de canibalismos entre los internos (los dientes afilados y relucientes de la miseria humana); primero los actos de supervivencia y luego los de la más profunda abyección: el decreto de la conocidísima ley del más fuerte —fuerza, a propósito, que casi siempre concede las armas de fuego.

Permítanme a esta altura hacerles y hacerme un par de preguntas: ¿no nos suena esta historia demasiado conocida, demasiado familiar? ¿Acaso no hemos escuchado o leído algo parecido en el pasado?

En lo que a mi respecta, creo que la ceguera utilizada por Saramago como detonante de su relato, el mal blanco, ya ha sido padecida por otras sociedades en el pasado, algunas lo padecen en el presente y no es muy difícil pronosticar que otras lo padecerán en el futuro, porque, sencillamente, esa es parte esencial de nuestra naturaleza. Para no retroceder demasiado y remitirme apenas a nuestra historia contemporánea, el mal blanco antes ha recibido nombres como nazismo, fascismo, stalinismo y apartheid; por citar sólo a cuatro de sus variantes. Las similitudes son evidentes: un grupo que teme u odia a otro; basta que uno de los dos tenga algo de poder para que inicie las arremetidas contra quienes considera sus enemigos; en nuestra Historia, tal vez el miedo ha sido nombrado de muchas maneras...

La prosa de Saramago es rica, deliciosa, llena de matices y cargada de ironía. Quizá, en algún momento de la lectura, hallemos que una o dos de las argumentaciones de las subtramas luzcan débiles, no verosímiles, no obstante, eso no le quita fuerza o poderío a la narración. Nos puede chocar por unos minutos pero pronto lo echamos al olvido.

Desde luego, no todos los personajes en Ensayo sobre la ceguera son ciegos, básicamente porque el autor —y sus lectores— necesita un par de ojos que al menos vea lo que sucede, aunque se trata de algo puramente técnico, literario, porque como lo dice el propio y único personaje vidente en varias oportunidades, es tan ciega como el resto del mundo.

En estos días de profunda polarización que vivimos, valdría la pena cuestionarnos sobre si somos parte de una sociedad enferma, consumida por la ceguera, como la que nos muestra Saramago en Ensayo sobre la ceguera. ¿Estamos nosotros también ciegos o somos como una de las protagonistas: vemos pero en el fondo sólo deseamos estar tan ciegos como los demás?

Es apenas una de las muchas interrogantes que me ha obligado a hacerme Ensayo sobre la ceguera; una novela que da para pensar, reflexionar, cuestionarnos una y otra vez.

¿No les parece?

PS para cinéfilos: una versión cinematográfica de Ensayo sobre la ceguera, titulada Blindness, comenzó a filmarse en septiembre pasado bajo la dirección del brasileño Fernando Meirelles (Ciudad de Dios, El jardinero fiel). El guión ha sido escrito por el canadiense Don McKellar bajo la supervisión directa del propio Saramago. Entre la ficha artística destacan nombres como el de Julianne Moore, Mark Ruffalo, Danny Glover, Gael García Bernal y Alice Braga.

sábado, 10 de noviembre de 2007

Libros e intolerancia

La defensa teológica de un libro considerado definitivo, irrebatible e indispensable, no ha tolerado discrepancias. En parte, porque la desviación o reflexión crítica se iguala a la rebelión; en parte, porque lo sagrado no admite conjeturas ni entrecomillados: supone un cielo para sus gendarmes y un infierno con tintes de pesadilla combustible para sus transgresores.
Fernando Báez

miércoles, 7 de noviembre de 2007

Premio Municipal de Literatura 2007


Premio Municipal de Cuento:Mensajes en la pared de Víctor Vegas

Menciones honoríficas:
1. ¿Quieres jugar a Memory? de Natalia Contramaestre
2. A Jesús Enrique Guédez, como un reconocimiento merecido a su trayectoria como narrador, poeta, docente, investigador y cineasta.

Jurado: Jesús Nieves Montero, Antonio Núñez Aldazoro y Esteban Emilio Mosonyi


Premio Municipal de Novela:La balada del bajista de Judit Gerendas

Jurado: Carlos Noguera, Eloi Yagüe Jarque y Carlos Sandoval


Premio Municipal de Poesía:
Ecólogo del Día Feriado de Juan Calzadilla

Menciones honoríficas:1. Lugares Olvidados de Beatriz Alicia García
2. Lenguajes del Sol de José Ángel Fernández

Jurado: Guillermo Luque, Modaira Rubio, Belkys Arredondo


Premio Municipal de Investigación Literaria:
La voz del resentimiento: lenguaje y violencia en Miguel de Unamunode Víctor Julio Carreño Rincón

Menciones honoríficas:
1. El travestismo teatral (Diccionario de una metamorfosis en el teatro venezolano) de Hernán Marcano
2. Las estrategias del sujeto de Álvaro Martín Navarro

Jurado: Maria del Pilar Puig, José Gregorio Bello Porras y Diego Sequera


Premio Municipal de Investigación Social:
El Código Chávez: Descifrando la Intervención de Estados Unidos en Venezuela, de Eva Golinger

Menciones honoríficas:1. Democracia y Discurso Político: Caldera, Pérez y Chávez de Ana Irene Méndez
2. La Arquitectura y el Urbanismo. Puntos de Confluencia (Compilación de varios autores) de Rosa María Chacón


Premio Municipal de Investigación Histórica:
Origen de Los Teques desde Guaicaipuro hasta nuestros días de Miguel Ángel Lucero Mejías

Mención honorífica:
Venezuela: Dos Proyectos Democráticos de Oscar Battaglini


Premio Municipal de Estudio e Investigación de las Comunidades Indígenas en Venezuela:
El Aporte del Indio Americano al Pensamiento Europeo de Humberto Gómez García

Jurado: Yris Aray, Antonio Rodríguez y Ronny Velásquez

La entrega de premios de Literatura en todas sus menciones, así como los de Cine (largometraje, cortometraje y difusión cinematográfica) se realizará la segunda quincena del mes de enero de 2008.

sábado, 3 de noviembre de 2007

Envejecer es sólo cuestión de tiempo


El tiempo lo trastoca todo, lo transforma todo; todo lo erosiona. Es así de simple e implacable. Nada queda indiferente ante su paso.

Hay cosas que a vuelo de pájaro parecieran decirnos lo contrario. Como las pirámides de Egipto o aquellas otras levantadas por las culturas precolombinas. Pero no es que estas cosas hayan conseguido sustraerse a la implacable ley del tiempo, es sólo que su ritmo de envejecimiento es mucho más lento, más pausado.

Y si el tiempo tiene la propiedad de erosionar hasta las piedras, ¿qué podríamos esperar para nuestra piel? Esa piel que va cayendo a medida que van discurriendo los años, que va haciéndose más delgada, perdiendo flexibilidad, brillo y entonces comienza a deslucir hasta que llega el momento en que quedamos atrapados, sepultados bajo una manta de arrugas.

Dramático, ¿no es cierto?

Pues de esto y de mucho más nos habla La piel de Elisa, de la galardonada dramaturga canadiense Carole Fréchette, estrenada el pasado viernes en la sala Espacio Plural del complejo Trasnocho Cultural, con las actuaciones de Diana Volpe y William Escalante.

Una mujer nos cuenta historias de amor como si fueran suyas. Las desmenuza con delicadeza deteniéndose en cada imagen, en cada sensación, como si las viviera de nuevo. Va saltando de historia en historia mientras interactúa con el público y nos pide que miremos la piel de sus manos, de sus mejillas, de su cuello, de sus codos. ¿Qué vemos? De pronto vuelve a retomar el hilo de la historia de turno, de manera minuciosa, cuidando cada detalle, porque “los detalles son importantes”, nos dice.

A medida que va y viene de las otras historias, aparentemente inconexas —¿a dónde nos quiere llevar esta mujer?—, nos deja colar retazos de lo que pareciera ser su propia historia. Nos habla de un muchacho que le habla mientras ella llora en la mesa de un bar. ¿Hay algún secreto en todo esto? ¿Dónde está el misterio? Y otra vez pide que miremos la piel de sus manos, de sus mejillas, de su cuello, de sus codos... Algo nos queda claro: a esta mujer le preocupa enormemente su piel...

Diana Volpe nos deleita con su magistral interpretación de la angustiada Elisa; sabe crear el suspenso que exige el texto para llevarnos poco a poco, in crescendo, hacia su explosivo y revelador final. El texto de Fréchette es a la vez exultante y conmovedor, con una estructura muy atractiva, nada convencional y sí en extremo inteligente. Escalante está allí sólo para reforzar la historia de Elisa y hace justo lo que tiene que hacer. Que analizándolo bien, no es poca cosa después de todo.

La piel de Elisa es dirigida por el reconocido director canadiense Robert Tsonos, y producida por Juan Carlos Azuaje de Teatrela, con el auspicio del Instituto de las Artes Escénicas y Musicales, IAEM, y la Embajada de Canadá. Estará en cartelera hasta el 25 de noviembre en el Espacio Plural del Trasnocho Cultural, viernes y sábados, a las 9 PM, y los domingos a las 7 PM.

Si usted es de aquellos que le temen a envejecer, entonces no deje de verla.